Salvemos Sanxenxo

15 junho 2006

Artigos de opinión


  • Urbanismo y orden
"El urbanismo ideal es la proyección no conflictiva en el espacio de la jerarquía "
El urbanismo es el conjunto de técnicas que tienen por objeto la transformación de las ciudades en centros de acumulación de capital. Hace posible la posesión por parte de la burguesía del espacio social, que se recompone según las normas que dicta su dominio. De acuerdo con este punto de vista, el urbanismo es simple destrucción acumulada. Ciñéndonos al caso español, dividiremos el fenómeno de la urbanización en tres periodos según el grado de destrucción del medio urbano alcanzado: el del urbanismo burgués (1830-1950), el del urbanismo desarrollista (1950-1980) y el del urbanismo totalitario (a partir de los ochenta).

La larga duración del primer periodo, el de la contrarrevolución urbana, indica que la conversión del espacio en capital y la subsiguiente aparición del mercado del suelo y de la vivienda fue un proceso lento, cuyos efectos destructores fueron paliados por la tardía aparición de las fábricas, dado el carácter predominantemente agrario de la burguesía y la resistencia campesina a la proletarización. Hasta 1848 las ciudades se concibieron como núcleos fortificados. A partir de entonces se publican ordenanzas sobre alineaciones de calles. La división territorial en provincias y la construcción de carreteras reactivaron muchas ciudades convertidas en capitales, y la Desamortización de los bienes de la Iglesia liberó suficiente suelo como para que la ciudad pudiera crecer sin sobrepasar sus límites, salvo en casos dinámicos como Barcelona y Madrid. Allí aparecieron por primera vez los "ensanches", división del suelo en cuadrículas, sin límites ni centro. La cuadrícula era la forma mejor adaptada al capital; con la parcela cuadrada u octogonal se obtenía el máximo beneficio, independientemente de los usos o las necesidades sociales, y a la vez se hacía de la urbanización un proceso interminable incitando a la prolongación ilimitada de la ciudad. El ensanche, conectado con la ciudad a través de "grandes vías", refleja la alianza entre la geometría y el dinero que conforma la ciudad como imagen urbana del capitalismo. Los ensanches fueron los primeros barrios residenciales específicamente burgueses, ilustrando los primeros efectos de la contrarrevolución urbanística, a saber, primero, la conversión de un sector de la ciudad en un no lugar, en espacio en donde las relaciones humanas se reducían al mínimo; segundo, la división de la ciudad en diversos barrios según las actividades o el nivel económico de sus habitantes, la "zonificación". La vecindad no es una virtud para el uso clasista del espacio. Las clases se separaban a menudo por amplias avenidas o calles rectas que servían a un tiempo de frontera y de vía de penetración de las fuerzas del orden en caso de motín. Los primeros intentos de planificación urbanística se acometen para controlar las revueltas populares. El urbanismo nace como instrumento de control que asegura el orden burgués, igual que las cárceles modelo y el código civil, y sobre todo, igual que la policía, cuerpo que aparece al mismo tiempo y se organiza por "distritos", es decir, se "zonifica".

El ensanche tiene su contrapartida en el tugurio, la devaluación extrema del barrio y de la vivienda. En una primera fase la presencia de las murallas obligó a un crecimiento vertical de la ciudad y a una división de las casas en espacios lo más reducidos posible, mal abastecidas de agua y sin alcantarillado. Las "casas de alquiler" donde se hacinaban los jornaleros pobres que acudían a la ciudad en busca de trabajo son otra de las invenciones burguesas. Las murallas, invalidada su función defensiva por el desarrollo de la artillería, adquiría la función de contención y mantenimiento de la pobreza por el desarrollo de la explotación económica del espacio. Por eso su derribo fue considerado un acto de liberación. El urbanismo, al crear barrios burgueses, había creado al mismo tiempo barrios obreros; al segregar la miseria la había vuelto visible; al concentrarla, la había vuelto peligrosa y postulado la necesidad de un poder capaz de tenerla a raya, capaz de echarla de la calle. Esa fue la función del tráfico. El movimiento de los carruajes se extendía para dificultar el movimiento de las clases segregadas, para eliminar la calle como lugar de encuentro, espacio de la comunicación y empleo del tiempo.

Si la segregación es una de las características del urbanismo naciente, la otra es el predominio de la circulación, del vehículo privado, imagen del predominio del interés individual. Gracias a la movilidad el individuo fue expropiado del espacio ciudadano. La ciudad se sacrificaba al tráfico. El movimiento alteraba la vida urbana y suprimía la calle para el habitante. Por su parte, los cinturones de ronda y las avenidas o bulevares conectaban la ciudad con el exterior, eran un medio de escape del tugurio y un medio de penetración de la mercancía. La avenida, al superponerse a los antiguos caminos, condujo al suburbio y escindió la ciudad en centro y periferia. Se puede decir que el suburbio creó el concepto de centro. El proceso fue acelerado con la llegada del tren. El ferrocarril fue la principal causa del desorden territorial: situó y borró del mapa a un sinnúmero de pequeñas ciudades y pueblos, concediendo a unos una decadencia apacible y condenando a otros una expansión infame. La estación del tren fue la puerta por donde entró realmente el capitalismo en las ciudades. Y el proletariado: entre 1900 y 1940 tres millones de personas abandonaron el campo para convertirse en "emigrantes interiores". Con todo, el país seguía siendo eminentemente agrario.

El paréntesis de la guerra civil marca un punto de inflexión en el programa urbanista. Las barricadas del 19 de julio fueron la única revolución urbana habida en este país. La crítica libertaria pudo avanzar algunas propuestas revolucionarias como la supresión de la propiedad urbana y la municipalización de la vivienda y del suelo, pero la derrota sentenció cualquier medida emancipatoria. A partir de entonces el urbanismo, en manos del Estado, se hace terrorista y multiplica las destrucciones. El urbanismo es entonces un disfraz del Estado. El desorden urbano es el aspecto más "edificante" del orden represor de la etapa desarrollista (1950-80). El franquismo fue una dictadura industrializadora y edificadora, una dictadura urbanista.

La morfología de las ciudades ha sido obra del desarrollismo de la dictadura. La actual trama urbana de las ciudades se conformó a partir de los años cincuenta, con las reconstrucciones de la posguerra, el crecimiento industrial y la emigración masiva. El 70% de los edificios fue construido a partir de aquellos años. Las grandes empresas constructoras se desarrollaron en la década de los sesenta. Entre 1962 y 1972 la construcción de pisos absorbió el 50’2 % de la formación bruta de capital fijo, negocio en el que participaron ampliamente los bancos (el capital financiero dio un salto espectacular y conquistó la hegemonía durante la etapa franquista). La incipiente mecanización del campo, la expansión del sistema fabril y la aparición del turismo arrojó a la ciudad a miles de campesinos y trabajadores agrícolas, alterándose profundamente la estructura social de la clase obrera. Ésta fue alojada en el extrarradio, primero en chabolas, después en viviendas pobres construidas a lo largo de las carreteras o cerca de las industrias en parcelas aisladas, y finalmente en ciudades "satélite". Aquello era la no ciudad, el desarraigo total, la aniquilación misma del lugar, del espacio en el que el individuo entiende su condición histórica.

La oposición centro-periferia y la zonificación fueron llevadas al límite. Alrededor de un centro administrativo, repleto de oficinas y sedes oficiales levantadas según los cánones de la arquitectura fascista, se distribuían zonas residenciales, barrios dormitorio, islotes populares, centros comerciales, polígonos industriales, viviendas para militares, etc. La construcción de viviendas y carreteras tomó prioridad sobre el planeamiento al que obligaba una Ley del Suelo que quedó sin efecto. La especulación determinó el diseño de la ciudad. El resultado fue una ciudad urbanizada a saltos, caótica, fragmentada, discontinua, donde reinaban los intereses inmobiliarios. Los bloques de pisos obedecieron la pauta de un máximo de personas en un mínimo de espacio. Los grupos de bloques o de naves industriales en medio de la nada se convirtieron en el elemento principal del paisaje urbano. Formas frías sin identidad, sin referencias, sin posibilidad alguna de vida comunitaria, atrapadas por las autovías y las circunvalaciones, en las que se fraguó un proletariado sin historia, masificado, con una conciencia de clase epitelial, demasiado permeable a la influencia de "curas obreros" y de dirigentes verticales, cuando no adicto al fútbol y al coche, vulnerable por igual al consumismo y al discurso demagógico del sindicalismo integrador. La televisión y el militantismo católico o estalinista fueron traídos por la misma cigüeña.

A partir de los sesenta el automóvil hizo su aparición y transformó las ciudades en un cáncer. El ruido, la polución atmosférica y los residuos agravaron el mal. Las calles se fueron llenando de vehículos y en poco tiempo llegaron a ser gigantescos aparcamientos. Las vías rápidas fueron entonces el principal agente de la ordenación del territorio. La ciudad perdió sus límites y la población pobre fue centrifugada por el extrarradio a través de desvíos, variantes, cinturones de ronda y autopistas. La plaga de la motorización, el transporte privado, fue el instrumento que no solo posibilitó la separación entre lugar de trabajo y hábitat proletarizando aún más la vida del trabajador, sino que fue la principal causa de la destrucción del entorno rural y natural de las ciudades, al contribuir a la contaminación, al facilitar la frecuentación masiva y al comunicar la cada vez más insoportable conurbación con las segundas residencias y los apartamentos playeros. El coche acarreó el despilfarro del espacio y la destrucción total de la ciudad como lugar a la medida humana, siendo uno de los factores que alumbraron la sociedad de masas, entendiendo por masas esas vastas capas de población neutra incapaces de acceder a la conciencia de intereses comunes.

El urbanismo faraónico y "logístico" que tomó el relevo del desarrollismo indicaba las nuevas estructuras de poder y el nuevo tipo de sociedad que advenía. La clase dominante, una burguesía nacional empresarial tutelada por una dictadura militar, había evolucionado hacia un conglomerado políticofinanciero conectado con los flujos económicos internacionales. La ciudad era más que nunca el instrumento de la formación del capital. El carácter totalitario del nuevo poder se dejó sentir en su voluntad de no dejar nada a salvo de la planificación, ni la más mínima porción de territorio, ni el menor aspecto de la vida cotidiana de sus habitantes. Para que la ciudad llegase a ser el espacio de la economía sin trabas, el derecho a urbanizar hubo de superar al derecho de propiedad y a cualquier otro derecho (ver la ley sobre Régimen del Suelo y Valoraciones de 1998) y las técnicas de vigilancia y control hubieron de alcanzar alturas jamás holladas. En adelante ningún barrio podía alegar ser un "hecho urbano" aparte, al margen de los intereses que destruían el resto de la ciudad, ni ninguna manifestación podía sentirse protegida por el carácter justo de su causa. Las políticas de tábula rasa con el territorio y de tolerancia cero con la protesta definen el nuevo arte de gobernar. Si la ciudad desarrollista fue un abceso, la que le ha sucedido es una cárcel.

El urbanismo totalitario arranca entre 1975-85 con el boom de la suburbanización y la crisis industrial, que consagrarán el predominio de la actividad terciaria, principalmente de la construcción y el turismo. No es casualidad si ese fue el periodo final de la lucha de clases. La mundialización trajo consigo la disolución de la vieja clase obrera y la formación a partir de su derrota de nuevas elites. Nacidas de la fusión de la administración, la política y las finanzas requerían un nuevo modelo de ciudad, uniformizado, alimentándose del área metropolitana, con el centro museificado y los lugares públicos festivalizados, con "aperturas al mar", fetiches tecnológicos, trenes de alta velocidad, torres gigantes, megapuertos y aeropuertos. Una ciudad de dirigentes en perpetuo movimiento, puesto una característica de los miembros de la nueva clase es que éstos sólo están en su sitio cuando circulan. Una ciudad de automovilistas, de hombres de negocios, de compradores y de jubilados, en la que cada ciudadano se ha de sentir visitante, cliente o pasajero. Una ciudad imagen que se ofrece como una mercancía, que trata de atraer a los turistas, de atrapar a los capitales y de seducir a los ejecutivos. Y como la movilidad es el elemento en el que se desenvuelven estos especímenes hay que garantizarla con una gigantesca red de infraestructuras.

Las elites emergentes se consolidan gracias a dichas infraestructuras que incorporan el "sector privado" a la construcción, financiación, gestión y explotación de las mismas, aunque aparentemente sean un "servicio público". En el idioma de los dirigentes las palabras suelen significar lo contrario de lo que nombran, así pues, se habla de ciudad, sostenibilidad, ecología urbana, equilibrio territorial o vertebración, cuando en realidad sería cuestión de no ciudad, especulación, corrupción, urbanismo carcelario, destrucción del territorio o desarticulación. Antaño el urbanismo desarrollista borró las últimas huellas de los combates que sostuvieron los antiguos habitantes contra las clases que les oprimían. Ahora el urbanismo totalitario ha de organizar la invisibilidad de los habitantes modernos, por un lado, dando prioridad a la exposición de la mercancía, según la lógica del centro comercial, y por el otro, suprimiendo los restos existentes de espacio social, incluso los no lugares susceptibles de un uso social. Por lo tanto ha de recurrir a la dispersión y al control. La excusa de la inseguridad ciudadana sirve como coartada para los planes de vigilancia policial que normalmente acompañan las proezas urbanísticas de la dominación. Si la ciudad ha dejado de existir, el ciudadano también. Y también los barrios: los "movimientos vecinales" se denominan así por antifrase. Si alguien se considera, pongamos por caso, de "Triana" de toda la vida, significa que habita en algún edificio impersonal de un conjunto todavía más impersonal situado en lugar de la conurbación "Sevilla" donde antes hubo en efecto un barrio llamado así. Las nuevas edificaciones, a fuer de encontrarse en todas partes constituyendo no lugares, no tienen el poder de evocación de los viejos y venerables nombres, pero en cambio fijan la identidad del poder global, mostrando su barbarie tecnológicamente equipada por todo el planeta. Es la única identidad que puede poseer la no ciudad, que definiremos indistintamente como forma de organización del olvido, paisaje exclusivo de la ausencia histórica, experiencia de soledad e individuación extremas, albergue del espectáculo o espacio de la alienación.

Para terminar, sacaremos a colación la antigua designación del urbanismo como medicina de las ciudades, medicina de la clase que mata a los pacientes. A decir verdad el urbanismo se retrata mejor por las enfermedades que ha provocado a lo largo de su historia. Si la tuberculosis fue la enfermedad emblemática del urbanismo burgués y el cáncer la del urbanismo desarrollista, la que mejor define al urbanismo totalitario es la locura. La contrarrevolución urbana en sus dos primeras etapas creó condiciones cada vez más inhóspitas para los cuerpos. En la tercera mató el alma.

Miguel Amorós

Conferencia del 20 de diciembre de 2003 en l’Ateneu Llibertari de El Cabanyal, Valencia.

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